Historias de racismo
ESTUDIAR EN EL IDIOMA CON EL QUE CRECÍ, CON EL CUAL MI CORAZÓN PIENSA
Por Marina Cadaval Narezo
Soy una mujer mestiza / blanca que creció en la Ciudad de México. Ahí estudié toda mi vida. Cursé la licenciatura en Historia en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), en la Facultad de Filosofía y Letras, en Ciudad Universitaria, la cual me quedaba a unas siete paradas de un microbús que tomaba a tres cuadras de mi casa. Hacía de 20 a 30 minutos, cuando mucho. A veces, me iba en bicicleta o, incluso, llegué a caminar cuando quería aprovechar y hacer un poco de ejercicio. Generalmente iba en coche. Tenía opciones. La mía era una vida que, sin ser lujosa, veía yo como la vida ordinaria y común de una estudiante de clase media urbana mexicana. Estudiaba en español como lo había hecho toda mi vida —el único idioma con el que crecí—, con el cual mi corazón piensa y por lo cual puedo expresarme sin mucha dificultad. Desde que nací tuve, de alguna manera, garantizado mi camino educativo. Padres profesionistas, educación básica y media en escuelas privadas, instituciones de educación superior públicas y gratuitas, como la UNAM, a la que entraría si cumplía con la única responsabilidad que tuve siempre: estudiar.
A lo largo de los casi 15 años que estuve en el IFP–Probepi, conocí a mujeres indígenas cuyas trayectorias para acceder a la educación superior me enseñaban una realidad completamente distinta a la que yo había vivido. Sabía, conocía las profundas desigualdades de nuestro país, pero fue hasta ser parte de este proyecto educativo que palpé esas desigualdades. Las sentí. Tenían rostros, miradas, historias de familias y comunidades enteras. Dejaron de ser números para volverse luchas cotidianas, resistencias permanentes. De igual manera, eran las de los hombres, pero aquellas de las mujeres resultaban más complejas y dolorosas.
Historias que marcaron mi vida
En 2015, hice una maestría sobre Políticas Sociales para el Desarrollo que se volvió doctorado, ambos en el Instituto Internacional de Ciencias Sociales– Universidad Erasmus de Rotterdam, en Holanda. Nunca pensé hacer un posgrado, no estuvo en mis planes de vida hasta que me invadieron preguntas incómodas, esas realidades complejas, esas historias que me intimidaron y me enfrentaron a mis privilegios. Desde ellas, identifiqué cómo el sistema educativo nos ha tatuado una identidad mestiza a través de libros de texto que, hasta hace algunos años, repetían como mantras que todos somos iguales, mexicanos. Todos somos mestizos, no hay diferencias. El español nos unifica, nos dignifica. Los indígenas son riqueza cultural, pasado glorioso. La diversidad divide, atrasa.
A partir de esas vidas que acompañé, me he vuelto una mujer en permanente deconstrucción, reflexionando en las historias del México indígena que no enseñan los libros de texto. Al colaborar y dialogar con mujeres indígenas, he entendido a esas desigualdades como producto de un sistema (educativo) colonial y patriarcal, de una estructura social que excluye y oprime. He podido mirar cómo de sur a norte, de Yucatán a Chihuahua, mujeres nahuas, otomíes, mazahuas, choles, rarámuris, mixtecas, zapotecas, zoques, mayas y de casi cada uno de los 68 pueblos originarios que habitan México, comparten, a pesar de su diversidad, una constante doble: el racismo y el sexismo que se reproduce no solo en el sistema académico, sino en las estructuras sociales, en la vida cotidiana. Son mujeres e indígenas. No solo tuvieron que olvidar o negar su idioma para poder estudiar —aprender de y en un mundo que ha limitado sus oportunidades, que las ha marginado— sino que, en su mayoría, tuvieron que demostrar, justificar que el tiempo invertido en la escuela valía la pena. Todas rompieron —siguen rompiendo— con algo: expectativas, estigmas, miedos. Todas han experimentado exclusiones, desigualdades derivadas de un mundo que inventó las razas para etiquetar y ver, en las diferencias, una desventaja y no una riqueza.
Estas historias me han permitido acercarme, entender y valorar el trabajo de las mujeres que conocí hace cinco, diez años: actoras sociales y políticas quienes, desde distintos espacios —en sus comunidades, como profesionistas, como esposas, amas de casa, ingenieras, cocineras, madres, hermanas, poetas, luchadoras sociales, abogadas, enfermeras, hijas, comerciantes— aportan conocimientos y acciones necesarias para transformar un mundo que urge sea más justo, amable, respetuoso e incluyente y del que yo, como mujer, deseo ser parte.
Reconocer nuestros privilegios
Para la mayoría de las mujeres indígenas, pues, haber llegado a la universidad no ha estado escrito en su registro de nacimiento como lo estuvo en el mío. “¿Nos debemos sentir culpables?” Me preguntaba hace unos días un familiar. “No necesariamente”, le respondí. Depende de cómo nos posicionamos. Más que culpables, creo, nos toca identificar nuestros privilegios, asumirlos y actuar con y desde ellos. Nos toca reconocer que tener asegurada la educación, poder escoger una carrera, el transporte que te lleve a la escuela, no tener que justificar que quieres estudiar, migrar por opción y no por necesidad, son situaciones de privilegio. Privilegio es también, y sobre todo, poder escribir, hablar, comunicarte en el idioma con el que miras a tus padres, a tus abuelos y por lo que no es necesario decir palabra. Quienes tenemos esas ventajas, considero, debemos usarlas para generar sinergias, coaliciones, valorar y promover la diversidad, construir desde ella. Solo desde esa diversidad, desde ese poder pensar con y desde el corazón, será posible construir ese mundo del que todos nos sintamos parte.