Historias de racismo

MUJER DE COLOR

Por Rosalba Icaza

Educación Pública, (in)movilidad social

A los cinco o seis años, escuché por primera vez un comentario negativo acerca de mi apariencia física. Una amiga de la familia comparó mi tono de piel más “moreno, pero bonito” con el de mi madre y hermanos, que tenían un tono más rosado. Yo tenía el tono de piel de mi papá, de mi tía Ana, de mis abuelos y de la familia paterna del barrio de Iztapalapa en la ciudad de México.

Mis abuelos maternos provenían de familias campesinas que habían perdido sus tierras y emigrado de la zona de los Altos de Jalisco a la Ciudad de México en la década de los cincuenta. Mi abuelita, como otras mujeres de esa zona del país, era rubia y de ojos grises. Por el contrario, su hermana tenía la piel morena y el cabello y los ojos negros. Ambas llegaron a trabajar como personal de servicio en casas de familias ricas de la ciudad. Conviví mucho con ellas cuando era niña, recuerdo que les preguntaba constantemente de dónde venían. Me platicaban que sembraban, que su mamá era de piel morena y que les había enseñado a moler el nixtmal para las tortillas, que su padre era alto, rubio, pero que no recordaban si hablaba otro idioma que no fuera el español. Ninguna de ellas terminó la primaria y cuando les acompañaba me pedían ayuda para hacer cuentas y tomar recados por teléfono.

Mi mamá cursó hasta el sexto año de primaria, pero mi papá fue el primer miembro de su familia en graduarse de la universidad pública. Con su trabajo como contador en empresas privadas, garantizó la movilidad social de mi familia, y con su salario, el que yo estudiara en escuelas privadas. Cursé una licenciatura en Relaciones Internacionales en una universidad Jesuita en la Ciudad de México, a donde asistían estudiantes con mucho dinero, pero también mujeres como yo, de clase media y que eran la primera generación de mujeres en su familia en asistir a la universidad. Así que me sabía acompañada. Tenías maestras que fueron mis mentoras y me mostraban que era posible ser investigadora y profesora.

A pesar de las grandes diferencias económicas y de capital cultural que había entre algunas de mis compañeras y yo, sabía que había otras personas que tenían historias similares a la mía. Hoy sabemos, a través de la investigación, que el sentirse parte de la universidad y tener acceso a personas donde una se ve reflejada y se reconoce, son elementos fundamentales para completar con éxito un grado universitario.

A lo que sí me enfrenté de manera constante fue al acoso sexual y a la discriminación por género por parte de los profesores. Ambas experiencias han sido fundamentales en mi perspectiva actual sobre la importancia de sentirse segura en espacios de aprendizaje.

El levantamiento zapatista de 1994, me encontró en la universidad y definió mi ruta de vida profesional y política. Al graduarme, me integré a una organización que facilitaba las condiciones para el diálogo y la acción política entre pueblos originarios, mujeres feministas y en resistencia, sacerdotes y monjas católicas, punks y chicas banda, jóvenxs universitarios, productorxs de café y trabajadorxs sexuales. Éramos un proyecto que creaba posibilidades para reconocernos en aquellxs que eran radicalmente diferentes a unx mismx.

Estereotipos que nos preceden

Con una beca del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) y de la Fundación Ford, viajé a Inglaterra para estudiar una maestría. En esta ocasión, la experiencia fue marcada por la soledad, el miedo, la incertidumbre y el no reconocerme en ninguno de mis profesores.

Durante un año, nadie conoció mi voz, pues me quedaba callada porque no entendía nada. Mi nivel de inglés no era suficientemente bueno para interactuar en clases. Conocí, de primera mano, lo que era ser y sentirse fuera de la norma, pues al ser un programa para estudiantes internacionales, éramos representantes de los estereotipos que nos precedían.

Así que, de la noche a la mañana, yo pasé a ser Latina, a estar de paso, a no ser blanca, ni europea y por ello, a ser la “otra”. Y si bien, desde muy joven estaba consciente de mis privilegios socioeconómicos; étnicos, como mujer mestiza; sexuales, por mi orientación heterosexual; laborales, por tener acceso a la educación; en Inglaterra, supe lo que era ser definida a través de estereotipos por un origen geográfico que conllevaban la hipersexualización y la desvalorización de mis aportes en el mundo académico.

Y aunque cuestioné los estereotipos que predeterminaban quién era, la universidad los reproducía constantemente. Por ejemplo, en la maestría leíamos textos que en su mayoría fueron escritos por hombres blancos europeos o de los Estados Unidos o que habían sido formados desde perspectivas que consideran a estos mismos autores como parte de un canon disciplinar.

Trabajo (en) colectivo

Ya en los Países Bajos, tuve la oportunidad de involucrarme de nueva cuenta con colectivos de mujeres en solidaridad con las comunidades zapatistas en resistencia. Los procesos de autonomía de los pueblos indígenas y originarios en Abya Yala, pero en especial, sus formas de autonombrarse y conceptualizarse en colectivo están al centro de mi trabajo como docente. Mientras tanto, mis experiencias de ninguneo, dolor, y soledad están en el centro de mi trabajo como mentora y supervisora y me guían para saber qué es lo que NO debo hacer.

A la Red Trasnacional Otros Saberes (RETOS), llegué en 2009 buscando acompañamiento para descolonizar la investigación, las pedagogías, y los marcos de interpretación disciplinaria con los que había sido formada. A nivel personal afectivo, el resultado ha sido un proceso muy difícil de desandar la subjetividad individualizante, mestiza colonial capitalista heterosexual. En este proceso, me encontré con la otra mestiza, Gloria Anzaldúa, la que habita las fronteras y los intersticios, la que rechaza la norma y se rebela porque sabe que solo puede ser en relación con el cuidado colectivo de la vida.

Más allá de la norma: Coaliciones

Inicié compartiendo un recuerdo de infancia y la frase “moreno, pero bonito”. Desde entonces, ese “pero” me ha seguido a todos lados, y le entiendo como lo que me ayuda a articular que soy la norma morena en el contexto del racismo mestizo ladino mexicano, que como dice Mónica Moreno Figeroa, es un proyecto anti-negro. Ocupar esta posicionalidad conlleva responsabilidades político-epistémicas-materiales-éticas y reparativas en los espacios y geografías que ocupamos, en las relaciones afectivas que establecemos, en los con quiénes y para qués que nos planteamos constantemente.

Ese “pero” articula algo más. Paulina Trejo nos dice que como mujer mestiza se niega a pensar que tan solo es el producto de la violación del encuentro colonial. Y estoy de acuerdo con ella. El estar implicada en, “pero” también en los márgenes de la norma, marca los proyectos de vida y colectivos anti-racistas, anti-capitalistas, anti-imperialistas feministas y decoloniales de los que soy parte.

Gracias a esos proyectos, fui nombrada Mujer de Color / Woman of Color en los Países Bajos por miembras del movimiento anti-racista. La pensadora caribeña Jaquie Alexander nos recuerda que no nacemos mujeres de color. Nos convertimos en mujeres de color. Para convertirnos en mujeres de color, tendríamos que familiarizarnos con las historias de cada una de nosotras. Por otra parte, la maestra María Lugonés nos ha legado la idea de que la categoría mujer de color no es una categoría epidérmica, sino coalicional y política, y desde ahí, camino siempre buscando aprender con otras mujeres de color en colectivo.