Historias de racismo

SOY MAYA TSELTAL DE BACHAJÓN

Por Patricia Pérez Moreno

Mi nombre es María Patricia Pérez Moreno. Soy Maya Tseltal de Bachajón, Chiapas, México. Viví permanente y afortunadamente en mi pueblo, con mi familia, hasta que concluí mi educación media superior. La falta de una universidad en mi pueblo fue lo que me llevó a migrar a la Ciudad de San Cristóbal de Las Casas para estudiar la carrera en Sociología en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma de Chiapas (UNACH).

Haciendo memoria de mi paso por la universidad, puedo identificar dos prácticas racistas —no las únicas, pero sí las que más recuerdo— que me hicieron sentir menos, insegura, incapaz e ignorante por un tiempo. Lo sentí durante los primeros meses, cuando en la clase de Historia, el profesor nos intimidaba con voz amenazadora diciendo que si no participábamos,

no pasaríamos la materia y que en la universidad ya no iban a estar nuestros “papás” para ayudarnos. Sin embargo, cuando hacíamos el enorme intento de hablar, el profesor privilegiaba la participación de tres compañeras ladinas (dos de la capital del estado y una de Comitán). Sus intervenciones pocas veces tenían relación con las lecturas, pero su capacidad para elaborar un discurso fluido y apabullante convencía y dejaba satisfecho siempre al profesor y a los demás compañeros de la clase. Pero mi persistencia, voluntad, lucha constante y conocimientos comunitarios me permitieron enfrentar estas actitudes autoritarias y racistas y, también, demostrarme a mí misma mis capacidades ante los retos constantes, que como mujer Tseltal, proveniente de un pueblo, enfrentaba en la universidad que privilegia los conocimientos occidentales y la participación de los ladinos respecto a los diversos conocimientos de nuestros pueblos originarios y su gente.

Nuestro traje no es una “ropita”

Esta sociedad racista en la que vivimos considera nuestro traje maya como un “adorno”, por eso, cuando la gente nos ve con ella piensan que vamos a un evento político “para políticos” tal como lo hemos visto, por simple folclor; no conciben que nuestra vestimenta Tseltal es parte de nosotras, de lo que somos, de nuestra historia como mujeres, y que cuando la portamos es para afirmar y engrandecer lo que somos: bats’il antsetik (mujeres legítimas del pueblo Tseltal).

A muchas personas no les gusta esto y por eso nos cuestionan cuando la portamos en cualquier día de nuestra existencia. Pero, me pregunto, ¿qué derecho tienen los mestizos y ladinos para cuestionar qué día portamos o no nuestro traje?, ¿acaso hacemos lo mismo con ellos? Hago estas preguntas porque un “distinguido” profesor coleto de la UNACH que trabaja el tema “derechos indígenas”, me cuestionó el día de mi examen profesional por haber llevado mi traje Tseltal diciendo: “No entiendo por qué vienes con esa ‘ropita’. Nunca te he visto con ella, solo es folclor”. El que no me haya visto en otro momento con mi traje en la universidad no le daba ningún derecho a cuestionarme de esa manera en mi examen profesional porque no tenía nada que ver con la defensa de la tesis. Después de hacer dichos comentarios, prosiguió señalando solo los errores ortográficos del escrito y sin profundizar en los aspectos teóricos o metodológicos de la tesis. Su posición de docente (varón) y condición social y étnica (coleto) le “permitían” hacer tales comentarios sin medir sus consecuencias y los daños provocados a quien vivencia una situación de esta naturaleza. Sé que este no es el primer caso, existen muchos más en distintas geografías, pero quedan silenciados y guardados solo en nuestros corazones.

“Regalan puros dieces en la UNACH”

El racismo no acepta nada del “diferente”, todo lo desvaloriza, lo desprecia, no tolera que el “otro” o la “otra” logren hacer lo que un blanco–citadino siempre ha podido debido a sus privilegios de raza, color, género y clase social. Si uno no le “echa ganas” y reprueba, entonces, una persona racista dice: “Ya ven, allí está, no puede, es incapaz de aprender, qué esperar de un–una indígena”. Pero si es lo contrario, también dudan, piensan que las buenas calificaciones fueron conseguidas deshonestamente. Esto lo sentí–observé cuando fui entrevistada para concursar por un lugar en el Programa Internacional de Becas de Posgrado para Indígenas patrocinado por la Fundación Ford.

En aquel momento uno de los integrantes del comité de selección, un profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México, inició su participación comentando sarcásticamente “Ah, estudiaste en la UNACH, veo que allí regalan puros dieces”. Fue complicado mantener la tranquilidad en medio de una pregunta que ofendía mis esfuerzos y capacidades, pero en medio del coraje y la rabia, tuve que responder sabiamente diciendo que no era así y que no conocía ninguna universidad donde regalaran dieces. Esas calificaciones habían sido fruto de mi persistencia y lucha constante para mantenerme en la universidad. Pero como consideran que los “indígenas” somos ignorantes e incapaces para “aprender” los conocimientos occidentales, entonces salen estos comentarios. En el fondo de mi corazón, lamentaba que persona como esta estuviera formando parte de estos procesos que no buscan conocer los trabajos de nosotras–nosotros, miembros de los diversos pueblos originarios, sino solo denigrarnos con sus prejuicios racistas.

Al compartir por primera vez estas experiencias, busco hacer consciente y visible el racismo vivido a lo largo de mi paso en las universidades para que se visibilicen, y que más voces se sumen a denunciar el racismo que han vivido. De ninguna manera, busco victimizarme o generar prácticas paternalistas hacia mi persona, pues los retos y las dificultades que me ha tocado vivir, al buscar salir adelante como mujer y como pueblo, me han fortalecido y animado a seguir luchando cada día, porque sé que estas prácticas de negación–desvalorización–inferiorización vividas de manera individual son también sentidas colectivamente.